4:44 AM.
¿Ves la hora en que te escribo?
No he podido dormir un rato
ni cerrar los ojos un segundo.
Ni siquiera un instante.
Me duele tanto la cabeza
que las pupilas me arden junto a los recuerdos.
El único sonido que rompe el silencio en esta madrugada
es el canto cansado de los grillos
y los retortijones en la panza.
Grillos y panza parecen morirse de angustia.
Me lo merezco.
Me merezco tantas cosas:
un golpe en el pecho,
una docena de mordazas,
y un tren infinito que se cae al precipicio
para darme con cada vagón descarrilado
una bofetada.
Me merezco dormir afuera de la casa
amarrado junto al animal
[primitivo, indomesticado]
que llevo dentro.
Me merezco el castigo de Dios
porque a veces le doy la espalda
y allí, entonces,
la rabia se me cuaja en las arterias.
Pero hay cosas que no merezco.
Se han robado de mi desolado jardín
las tres únicas flores que tengo
apenas vivas de tanto tropiezo.
Regresa a casa Señor mío,
y trae contigo la única mitad que juré cuidar hasta morirme.
Trae contigo a mis niños que son tan suyos,
tan tuyos, y míos.
Estoy dispuesto a terminar el resto de mis días vacíos,
llenos con tu presencia.
Entre tanto...
¿Cómo he de borrar de mi vida lo que ya hice
si junto a mi almohada ya enmudecieron
las cicatrices calcográficas?
No se puede.
Quizás deba volver a bajar la mirada
y pedir perdón otra vez.
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